martes, 26 de febrero de 2013

CON LAS MANOS EN LA MASA

          

        Como muchas personas en el mundo, soy adicta al pan. En casi todos sus sabores y tipos. Lamentablemente, el pan nos hace engordar, no obstante, no podemos sustraernos al encanto de degustarlo de distintas maneras. Por algo desde antiguo se le considera como el alimento por excelencia. Es un alimento bíblico y santificado en diferentes religiones: El pan nuestro de cada día... El pan no debe negársele a nadie y un pedazo de él, un mendrugo, es suficiente para saciar el  hambre  cuando la necesidad es mucha. Para mi abuela, nativa de Canarias, era emblemático un cacho de pan, es decir, un pedacito de ese manjar cotidiano. 
         Pero no es sobre "comer pan" sobre lo que quiero escribir: No soy panadera, tal vez ni siquiera aficionada porque la afición implica cierta constancia  y yo no la tengo. Sin embargo, a veces (y tal vez por temporadas) me he dedicado a la tarea de hacer pan en mi casa y  aventurado a intentar, con algún éxito, la elaboración de uno que otro tipo: pan de jamón, rosca de Reyes, panecillos dulces y algún otro que se hurta a mi recuerdo.

            Esos días y cortas temporadas como panadera improvisada experimenté, no el oficio, que es obvio, sino las sensaciones que esa tarea lleva implícitas. Poner las manos en la masa cuando ya ha desaparecido la etapa "pegajosa" y comenzar a trabajarla con paciencia, curiosidad, asombro y, sobre todo, con amor,  es (para mí) una experiencia esotérica, parecida, tal vez, a la de amasar el barro pero mucho más impactante. Cuando inicio la faena, puedo estar horas trabajando la masa sin cansarme ni abandonar ese sentimiento de bienaventuranza que me producen el contacto y la certeza de que, después de cierto tiempo, emergerá espléndida la hogaza, la cual ha esparcido durante la cocción ese aroma inconfundible y mágico que suspira el horno para aromatizar la casa.


                Poner las manos en la masa es hacer poesía. Poesía de la faena rústica, de un quehacer milenario. Es sentir que se está en contacto con algo mágico sin saber por qué. Todo el proceso de la panificación es mágico: cuando la levadura burbujea y sabemos que es apta, cuando luego incorporada a la harina amasada el bolo va creciendo y duplica su volumen, cuando con crueldad pero con sentimiento de culpa  la lastimamos cien o más veces contra la mesada, cuando le damos forma, cuando va al horno y en su calor se engrandece de muchas maneras. Y el aroma... ¡Ah, el aroma! Maravillosamente expandido por la casa, penetrando cada alcoba, cada rincón, impregnando cada mueble... saliendo al exterior para compartise con el vecindario.
                -¡Ah! ¡En casa de Alichín están horneando pan!
                Y todos quieren participar de ese banquete....
                 La casa donde se hornea el pan a diario, es una casa afortunada, sin tristezas ni agobios. La casa donde se hornea el pan es abundante y próspera. En ella hay paz y hay amor; está iluminada por la luz divina de Dios. Amasar y hornear el pan en casita es como un amuleto contra las malas influencias. Eso es lo que pienso y siento cuando tengo la dicha de poner las manos sobre la masa.
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