viernes, 24 de agosto de 2007

R U T A O B L I C U A

(Del Viejo Arcón de los Recuerdos III)




No sé por qué desperté en medio de la noche con tu imagen frente a mí. No estaba soñando, no. Ni había pensado en tí durante el día...Es más, hace ya bastante tiempo que tu recuerdo no me frecuenta. Pero esta noche, Armando, esta noche no pude separar de mi mente tu imagen de muchacho travieso. Tu amada faz de niño, con esos fabulosos ojos verdes, almendrados, que parecían ocupar toda su superficie. Y, de volver a detallar tus rasgos, tan conocidos, tan sin secretos para mis manos, pasé a revivir casi con precisión cronométrica cada uno de los instantes que nos pertenecieron.

Entré con Cecilia, mi amiga, a la amplia sala del auditorio de la Facultad. Tomamos asiento en la novena o décima fila, hacia el centro. En el ala izquierda, de pronto, descubrí unos ojos verdes, almendrados, posados sobre mí con insistencia.
-¡Qué hermosos! -pensé. -¡Pero es un niño! -En ese instante tu rostro serio se iluminó con la blancura de tus dientes perfectos. Esos que envidié desde el primer momento al contrastarlos con la irregularidad de los míos:
-Tu pueblito de locos. -Solías decirme al referirte burlonamente a ellos.
Me esperaste a la salida del concierto, abordándome decidido, sin timidez alguna. Me agradó tu osadía y tuve que reír de tus palabras atropelladas, con las cuales te referiste a "esas magníficas cualidades" que, según tú, me adornaban.
De ahí en adelante fuimos inseparables. Transitábamos sin ver el camino ocupados como estábamos en mirarnos a los ojos. La selva tropical de los tuyos se humedecía de pasión y ternura, derramando su verdor sobre los míos, pequeños, oscuros y vivaces. Y el primer beso, amor, que no se hizo esperar. Y mi perplejidad ante tu confesión, tartamudeante, de que eran mis labios los primeros que los tuyos besaban. Con cuánto afán buscábamos lugares apartados, solitarios, para intercambiar los besos, cada vez más apasionados. Los besos de tus labios de niño que se hicieron expertos con rapidez en los míos, temerosos de descubrir ante ti experiencias pasadas...
Recordé cuando entre risas y sorpresas descubrimos nuestras edades: tus frescos e inmaduros veinte años junto a mis veinticinco, que me parecieron una enorme distancia, lacerante para mi amor que ya era firme. Y tu voz bronca, seductora diciéndome:
-Qué importa, nos queremos. Cinco años escasos son nada. No te sientas mal por eso...
Y cuando riendo como niños en un parque, rodamos abrazados sobre la hierba húmeda, al anochecer en aquel escondido paraje a las afueras de la ciudad, donde solíamos dar escape a nuestros sentimientos. Fue entonces, amor, cuando entre el ardor de los besos y las caricias, cada vez más atrevidas, nos hicimos la ofrenda de nuestras respectivas castidades. Sin pensarlo, sin decisión previa. Sucedió espontáneamente entre la pasión que nos acicateaba y tu voz de varón que tímidamente excusaba tu torpeza de amante primerizo. Y mi risa, Armando, mi risa al explicar casi con vergüenza que, si bien había besado, era también mi primera experiencia. Así consumamos la entrega mutua, apasionada y suave al mismo tiempo. Más tarde, felices, iniciamos el regreso cantando a toda voz La felicidad, ah, ah, ah...
Pasó el tiempo, Armando y seguimos queriéndonos. Me gradué. Al año siguiente te graduaste tú de abogado y decidiste no ejercer una profesión en la que no creías. Seguiste tu inclinación hacia la pintura. Y fui yo quien te proporcionó los primeros aperos de pintor, aceptados por ti a regañadientes por temor a sentirte "un mantenido". Cuando vendiste tu primera obra, por una suma irrisoria, llegaste hasta mí una tarde con un sobre con el importe de los utensilios que te había regalado. Discutimos por eso, amor, agriamente hasta ceder yo y aceptar el dinero que te hacia "recuperar la dignidad", perdida, según tú.
Cuando conocí a Juan Manuel, aquel chico fantástico, buena gente y amanerado: tu compañero en la academia de pintura. Cómo nos hicimos los tres inseparables y cuánto afecto y amistad surgió entre Juanma y yo, porque tú lo apreciabas. Sin parientes en la ciudad aceptó vivir en tu casa, con tu familia. Esa que tanto me quiso y a la que tanto quise.
Y así fue pasando el tiempo, amor, queriéndonos todos en un conjunto perfecto de armonía. Pero no llegaba tu consagración como pintor, a pesar de algunas exposiciones que te dieron cierto prestigio.
Y continuó el tiempo pasando, Armando. Los ardores fueron apaciguándose entre nosotros. No discutíamos. Nos amábamos y tanto nos quisimos que terminamos queriéndonos como hermanos. No terminó el afecto pero sí la pasión. Así, sin dejar de amarnos, fuimos alejándonos uno de la otra, sin pretenderlo, sin darnos cuenta.
¿Cómo y cuándo terminó nuestra relación, que era perfecta? No lo sé. Me esfuerzo en recordar sin lograrlo. Sólo sé que hubo un momento en el cual ya no estabas en mi vida. No éramos ya novios ni amantes. Se terminaron las búsquedas de lugares solitarios y los tiempos de ahorro para poder pagar una habitación de motel. Cada día nos vimos menos. Hasta que la distancia se hizo definitiva. Sin dolor. Sin disgustos. Sin explicaciones.
Me visitabas de vez en cuando y yo también iba a veces por tu casa, más por saber de tu familia que por encontrarte. Con frecuencia nos cruzábamos en la puerta. Yo llegando y tú y Juanma saliendo. Besos en la mejilla, fuertes abrazos y
-Hasta luego, nos vemos.
-Te quiero, nena.
-Igual yo, amorcito- Palabras, frases, gestos de afecto superficiales aunque sinceros. Sólo eso, Armando, iba quedando.
Apareció Arturo en mi vida. Apasionado. Maduro. Fuerte. Con una magnífica posición económica. Decidido a formar familia. Acepté. Estaba de nuevo enamorada. Celebramos el compromiso.
Rogelio, nuestro amigo común, amor, me preguntó un día
-¿Es cierto que Armando tomó el camino oblicuo?
-¿Camino oblicuo?- pregunté -¿Qué es eso?
-Bueno, tú sabes, que se desvió...
-¿Consume?- interrogué de nuevo.
-¡No chica, se pasó a la otra banda. Es maricón. Aunque también consume...
-¡No! ¡Jamás! ¡Y tú sabes que a mí me consta!- respondí riendo.
No quise hurgar en el asunto. No me interesó, amor. Continué con mi vida y mis planes matrimoniales. Cuando éstos se consolidaron ya no frecuentaba tu casa. No nos comunicábamos. Me casé con Arturo. Sin pensar en ti. Sin recordarte. Sin que me hiciera falta la luz de tus ojos verdes, almendrados. Supe que habías llorado el día de mi boda. Abrazado a tu hermana reconociste que, definitivamente, me habías perdido.
Más tarde me enteré de tu mudanza de la casa paterna para compartir un apartamento con Juan Manuel. Fue en las cercanías de tu nueva vivienda cuando nos encontramos, Arturo y yo, contigo. No nos hablamos, sencillamente nos abrazamos, fuerte, muy fuerte amor. Por unos pocos segundos permanecimos abrazados. Arturo mudo y furioso contempló la escena sin chistar. Nos separamos. Vinieron las presentaciones de rigor. Los "Mucho gusto" de la buena educación. La despedida con beso en la mejilla.
Pasó algún tiempo, amor, hasta encontrarnos en el entierro de la mamá de Cecilia. Yo, embarazada de mi primer hijo, casi a punto de dar a luz. Dijiste, riendo ante la imposibilidad del abrazo:
-Guardemos las distancias, Nena. Estás preciosa, como siempre.- Y creyendo ver una sombra en tus espléndidos ojos verdes, tomé tus manos y las puse sobre mi vientre abultado. Reímos juntos, creo que con cierta nostalgia.
No volvimos a vernos, por años. Cuando con mis hijos que ya contaban nueve y siete años, estaba de compras en el centro comercial, nos encontramos. El mismo abrazo largo y apretado. Y un susurro de tus labios en mi oído:
-¡Te amo, Nena- Una risita mía como respuesta y las consabidas presentaciones
-Mis hijos, Arturito y Lucía- Gestos amables de tu parte y sonrisas. Despedida.
-¡Hasta siempre, amor!- dijiste. -¡Hasta siempre!- respondí. Y luego el niño:
-¡Mami, te dijo "amor"!-
-Sí, cariño, nos conocemos hace mucho, somos como hermanos-
Esa fue la última vez que nos vimos, amor. La luminosidad de tus ojos verdes me acompañó por unos días. Luego, esa luz se fue apagando como un atardecer y se sumergió en la penumbra del no-recuerdo.
Más tarde supe de tu dolor y de tu rabia cuando Juan Manuel se casó con Otilia Vargas. Te quedaste viudo, amor. Ella y yo nos encontramos en la vida años después. Ambas tuvimos la delicadeza de no nombrarte. Y cuando Arturo y yo nos divorciamos, tú evitaste el encuentro...
Hace como diez años, creo, Rogelio abrió de pronto la puerta de mi oficina y asomó la cabeza diciendo:
-¡Se muere, amiga! ¡Armando se está muriendo!
-¿Cómo? ¿Por qué?- pregunté sin saber qué más decir.
-Tiene sida. No quiere ver a nadie. Está en casa de su hermana Hortensia-
Busqué, amor, entre libretas viejas y hallé el número de teléfono de Hortensia. Llamé. Una voz juvenil me respondió y me dijo, al preguntar por ella:
-No está. Todos fueron al cementerio. Están sepultando a mi tío Armando...
-Lo siento- dije con voz de llanto y colgué el auricular.
No sé por qué hoy, amor, en medio de la noche, fue tu rostro la imagen que percibí al despertar.
[Septiembre/1999]

jueves, 23 de agosto de 2007

P E R Ú





Un poco tardíamente, por problemas técnicos, incluyo estas reflexiones sobre la tragedia del Perú. No he querido pasarla por alto.

El asombro, la sorpresa y sobre todo el sentimiento de impotencia, me han dejado como sonámbula al observar, en la pantalla de la tv, las dimensiones del desastre que asola al país vecino: la naturaleza, terrible, insañándose siempre en quienes están menos preparados para enfrentarla. Y la precariedad de los recursos para hacer llegar la ayuda de una manera oportuna. ¿De quién es la culpa? Si la madre natura tronchó las vías de conexión ¿De quién es la culpa? Nadie está preparado para la tragedia. Ni la personal ni la colectiva. Nos ofrecen charlas sobre cómo actuar en momentos de desastres para lograr una precaria supervivencia. Pero la prevención sobre los grandes males, como son las carreteras destruidas, entre otros, no se da. No se preven tales situaciones. Tal vez porque no resulta fácil preverlas. O porque no hay salidas ¿Quién sabe?



Lo cierto es que hay un grupo de seres humanos desvalidos, sus vidas devastadas tanto como su entorno, familias y vidas truncadas. Y otro grupo de seres humanos, lejanos, ajenos a la desgracia aunque no indiferentes, haciendo acopio de enseres y alimentos que aminoren, en una milésima parte, las carencias y sufrimientos del primer grupo. Y las pantallas de tv mostrando el conjunto de envíos, en apariencia de exagerada magnitud, pero siempre insuficiente. Y el caos para su distribución. Para que a cada quien le llegue la pequeña cuota que le corresponde y que le ayudará a hacer menos terrible su situación ¡Nunca menos dolorosa!




Y en medio de tanto dolor y tanta angustia quienes esperan pescar en río revuelto y lograr para sí un beneficio con la desventura "del otro"
-"Te ayudo, sí, pero espera. Que primero debo pensar en mi recompensa". ¿Será que NUNCA les tocará a ellos?

Después de los primeros días van dejando de "ser noticia". Otros acontecimientos vienen a suplantar su tragedia, que es infinita, que no pasará así no más. Nuevos asuntos colman las pantallas de la tele y cada quien va ocupándose de sus propios asuntos. Con el tiempo, iremos olvidando a "nuestros hermanos de...", de donde sea que el desastre haya surgido. Ellos permanecerán por meses, a veces hasta por años, a veces hasta por siempre, esperando y luchando porque sus vidas "vuelvan a la normalidad". Una normalidad que se les escatima porque han perdido demasiado y nada existe que pueda sustituir ciertas pérdidas.

El sentimiento de nuestra angustia compartida, de nuestra solidaridad hacia esas personas...



¡NO ES SUFICIENTE!